jueves, 2 de abril de 2009

Seductora adrenalina

DE LA REDACCIÓN
Nadie en Costa Rica puede pretender correr con los toros de Pamplona si antes no ha correteado a los de Zapote.
La fiesta vivida en el redondel josefino es digna de envidia de cualquier nación y es capaz de hacerle la boca agua al aventurero más arriesgado.

El domingo pisé la plaza por primera vez y, pese a que casi siempre estuve del otro lado del telón de acero, logré entender por qué el ser humano arriesga su vida en vano con tal de sentir la adrenalina que produce la amenaza de una embestida taurina.
Al recorrer el pasadizo de madera –única ruta de acceso al coliseo– se siente una ansiedad desbordante, superior a cualquier primer beso o a la defensa de una tesis; pasa el tiempo y entonces comienza a rondar un ligero temor, una voz de la conciencia que te dice que ponértele enfrente a un animal cachudo de 600 kilos no es de cuerdos; pero ese sentimiento es pasajero, el espíritu de aventura surge de un pronto a otro y logra dominar toda razón y sentimiento cobarde.
Suena la corneta y sale el animal, una bestia que, por más pequeña y sin gracia que se vea en televisión, en vivo parece más salvaje que el Chirriche o el propio Malacrianza .
El toro se adueña del redondel, al principio perdido, desubicado, pero al tiempo entiende su misión y se asume como el protagonista principal del espectáculo.
Quienes se atreven a enfrentar a la estrella del show , tarde o temprano deben salir espantados, esquivando una cornada, zigzagueando por su vida.
El peligro acecha y eso es, precisamente, lo que convoca a los improvisados, el riesgo se vuelve una droga, seductora y tentadora, la adrenalina es la gloria, correr o ser corneado, escapar o ser revolcado.
Entre los toreros, hay quienes prefieren estar de largo, pero poco a poco se van contagiando de la emoción y un impulso salvaje los motiva a sortear al toro.
Los que resultan heridos, lejos de huir y buscar alguna incapacidad, se levantan, se sacuden y de vuelta al juego, como si nada hubiera pasado; y si tienen la suerte de ser entrevistados por la televisora de turno, envían saludos a sus madres, quienes, con el corazón hecho un puño y un rosario en sus manos, observan las corridas atentas desde su casas. Una verdadera fiesta de emoción y algarabía, la victoria –sentir la presencia del toro– es suficiente recompensa, una odisea de gladiadores.
Ellos, los improvisados, quienes ponen su vida en riesgo, merecen el aplauso y la ovación.

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